Polín descubrió muy joven su total
incapacidad para mantener una única línea de pensamiento.
Fue en el entierro de su abuelo materno,
la abuela lloraba desconsolada mientras recibía las condolencias de parientes y
allegados. Polín la había oído cientos de veces quejarse de la mala vida que le
daba el abuelo, que la maltrataba, que la engañaba, que bebía, que jugaba.
Polín sentía que sus lágrimas eran sinceras pero no se acababa de creer que
fueran a causa de su muerte.
Quizás lloraba por el dinero, al fin y
al cabo ambos vivían de la jubilación que cobraba él.
A lo mejor era por ver a sus tres hijos
huérfanos, aunque lo cierto es que ninguno de ellos le dirigía la palabra hacía
años.
Igual le había dejado un montón de deudas,
entre ellas los gastos del entierro, cosa que la obligaría a pedir ayuda a sus
hijos.
También es posible que lo hiciese por
haber desperdiciado la vida con alguien tan desagradable habiendo tenido –
según ella – tantos y tan hermosos pretendientes.
O por haberle deseado tal variedad de
desgracias que Polín no recordaba haberle oído repetirse en uno solo de los
escabrosos finales que su infatigable imaginación generaba a diario.
Seguramente lloraba su parte de culpa en
la desastrosa herencia genética que ya empezaba a manifestarse en sus dos hijos
varones, según lamentaban sus respectivas esposas, las tías de Polín.
Probablemente la mujer se había
acostumbrado a tener una vía por donde canalizar sus amarguras y ahora se había
cerrado.
Peligro, buscaría otra!
La madre de Polín se quejaba de la
ausencia de su marido – se tomará unas cervezas en su memoria – le decía a la
abuela añadiendo sus lágrima a las de ésta.
Deben llevar una cebolla escondida en el
pañuelo – pensaba Polín. Aunque nunca oyó hablar bien de él no dejaba de ser su
padre.
O quizás solo llora por ver a su madre
llorar, por sim...patía. No le pareció la palabra adecuada, no veía qué tiene
de simpático llorar porque alguien llora. Debe ser otra palabra.
Además Polín no sentía ningunas ganas de
llorar. Ni por ver a todo el mundo haciéndolo ni por haber perdido a su abuelo.
Se sentía un poco monstruo por ello, pero su cerebro estaba tan ocupado
intentando entender lo que veía que no le quedaba sitio para la pena.
Los dos varones del difunto, sus tíos,
se habían apartado del grupo de pésames que rodeaba a la abuela para fumar. No
pudo ver si lloraban porque ambos llevaban gafas de sol, como las que usaba su
padre para disimular la resaca. Parecían comentar algo divertido sobre sus
esposas, que se habían añadido al coro de lágrimas que estaba dejando el suelo
del tanatorio todo nevado de pañuelos de papel.
Venderán “cleenex” con olor a cebolla?
Polín tomó nota mental para patentar la idea cuando fuera mayor.
Las tías y su madre intentaban consolar
a la viuda que no parecía dispuesta a dejarse. Mas bien al contrario, cuanto
más consuelo recibía más gritaba – Y qué voy a hacer yo ahora?! -
Pues lo mismo que siempre, no?
Acostarse, levantarse, quejarse del
precio del pan...
Debía ser que se había acostumbrado
tanto a esperarlo siempre que ahora estaba desesperada.
Los asistentes desfilaban para saludar a
la abuela escoltada por las tres plañideras como matones de un mafioso de la
pena. Todos le comentaban muy bajito lo bueno que había sido y ella asentía mirando
el pañuelo con el hastío de quien lleva toda la vida oyendo lo mismo.
Polín intentó sustraerse a esta
avalancha de ideas yendo a ver la urna donde estaba expuesto el fiambre. Por el
camino, sorteando piernas, casi decidió que su abuela y el resto de la corte
lloraban simplemente porque era el lugar y el momento de hacerlo y que
seguramente él debería hacer lo mismo.
La urna le recordó al expositor de
congelados del supermercado, solo que dentro estaba su abuelo como dormido. Más
que dormido, muy dormido, dormidísimo, pero diferente. La verdad es que no
estaba seguro de haber visto nunca a su abuelo dormido en la cama. En el sofá
si.
Polín intentó llorar, intentó pensar en
algo triste pero no se le ocurría nada. Empezó a hacer esfuerzos y se puso
colorado. Tuvo que dejarlo porque le salían gemiditos y se le escapó un pedo.
Se puso más colorado. Al frotarse para disimular se metió un dedo en el ojo y
entonces le salió un lagrimón.
Una mano se posó en el hombro y su padre
le dijo flojito:
- No llores Polín, son cosas de la vida.
- Joder!
KarlosKosas 20 de junio de 2011
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